La teoría y la práctica de
los Derechos Humanos se han transformado en el punto de encuentro y de
convergencia de los individuos, grupos y pueblos, mas allá de diferencias de
culturas y visiones del mundo, podría afirmarse que los derechos humanos
constituyen hoy un código universal de conducta.
También en nuestro medio se
ha venido consolidando la tendencia de la gente común a expresar su
inconformidad y protesta en el lenguaje de los derechos: los campesinos que
sufren la violencia de la guerra, los indígenas sin tierra, los asalariados y
obreros, los habitantes de los barrios marginados, todos ellos apelan a la
dignidad vulnerada o al derecho a la vida, amenazados por los actores de la violencia o por la desidia o ineficiencia
del Estado.
Los Derechos Humanos se
convierten entonces en ese catalizador, en ese escudo donde la población
vulnerable encuentra protección. En Colombia, actores tan distintos como la
iglesia, los grupos insurgentes, los paramilitares, los funcionarios públicos o
los gremios, acuden por igual al lenguaje de los derechos para reclamar sus
pretensiones eso puede ser explicable a la existencia de concepciones
encontradas acerca de los derechos fundamentales.
Los derechos humanos
responden a las exigencias humanas universales de respeto y solidaridad; de ahí
que todo ser humano, por el simple hecho de humano, tiene derecho a que se le
trate con igual consideración y respeto,
a que se le respete su vida, su integridad, su libertad y su propiedad: La
garantía de esos derechos son la razón de ser de cualquier sociedad civilizada.
La tolerancia abre el
camino a la libertad de conciencia y a la autonomía moral, además ha desempeñado un papel importante
en la consolidación de los derechos propios de la tradición de Occidente, en
especial al de la libertad de conciencia y expresión, o de la libertad en
cuanto a prácticas y formas de vida. Sin embargo, la apelación a la tolerancia
resulta a menudo ambigua y termina siendo un ideal ético a la hora de pautar
las relaciones de convivencia con el otro.
Por lo general, solo se
tolera lo que se considera que esta mal, y se habla de tolerancia solo frente a
asuntos desagradables, como por ej. la subversión, la prostitución o la
orientación sexual. Los críticos de la tolerancia han hecho notar también que
el precio a pagar por una actitud tolerante parecería ser la renuncia a
cualquier convicción firme o a un compromiso serio con una verdad, una fe o un
partido. La actitud tolerante adquiere en cambio un rasgo moral distinto cuando
se articula con el reconocimiento de unos derechos básicos del individuo a la
libertad de conciencia y expresión, y a la búsqueda autónoma de felicidad.
En este caso resulta más
apropiado hablar de respeto por la dignidad del otro, una actitud que conserva
el núcleo racional de la tolerancia e integra la lucha contra el fanatismo, con
una disposición respetuosa y solidaria con sujetos o grupos diferentes en
cuanto a credos religiosos, culturas o formas de vida. No molestar a nadie por
sus opiniones es un paso importante, pero no suficiente: se requiere además el
esfuerzo por comprenderlo en sus diferencias, percibidas ya no como una amenaza
sino como una posibilidad de enriquecimiento de lo humano. No obstante con sus
limitaciones iniciales, la idea de tolerancia resulta fundamental para lograr
avanzar en el camino de la consolidación de una cultura de los derechos
humanos.
Por lo tanto “Los derechos
humanos son demandas, sustentadas en la dignidad humana, reconocidas por la
comunidad internacional, que han logrado o aspiran a logar la protección del
ordenamiento jurídico y que por esto se convierten en diques frente a los
desmanes del poder. El reconocimiento de la dignidad humana, supone la
superioridad axiológica de la persona frente a cualquier otro bien o interés
social. En consecuencia, tal superioridad implica una reestructuración de las
estructuras sociales, pues cualquier organización política que diga fundarse en
los derechos humanos debe poner siempre por encima de toda consideración, las
defensa de la dignidad de todas y cada una de las personas que la componen”
(Zuleta E., 1996).
Los derechos humanos se han
transformado en una alternativa a la ley del más fuerte y en un recurso de
protección para los más vulnerables. Se ubican así en el cruce de caminos entre
moral, derecho y política, entre las exigencias éticas y la necesidad de
transformar una aspiración moral en un derecho positivo.
Colombia por ser un país
tan diverso social culturalmente hablando, los derechos humanos se han
convertido en la herramienta principal para lograr que grupos y comunidades
marginadas que han sido tratadas de manera discriminatoria logren el
reconocimiento, respeto e inclusión social es el caso de las comunidades
indígenas, la comunidad afrodescendiente y la comunidad LGBTI, aunque aún queda
mucho camino por recorrer.
Ahora que se ha visibilizado el problema del “matoneo” física y
virtualmente, la escuela debiera ser el nicho principal donde se enseñen y
promocionen las prácticas de convivencia.
El papel de las escuelas en la educación de las personas, es vital para
la formación de seres humanos incluyentes, con acciones que reconozcan la
equidad, la democracia y la solidaridad; con interacciones, donde el otro o la
otra, sean reconocidos como seres legítimos en las prácticas de convivencia, “Las práctica de la convivencia implica
reconocer la heterogeneidad, la multiplicidad, la pluralidad en la diversidad
humana, asumiendo los modos de vivir del ser humano. Multiplicidad que se
expresa en las interacciones sociales, las representaciones y las formas de
actuar en los contextos sociales” (Zuleta E., 1996).
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